... Cuando se quiso dar cuenta ya tenía la soga al cuello.
Iban a condenarle a muerte por algo que no hizo. El no era culpable.
La fatiga y un feroz aturdimiento no le habían dejado ver el transcurso de los acontecimientos con claridad. Había sido derrotado.
Llevaba descalzo algunos días caminando sobre cristales rotos, otros sobre prados eternos de albahaca fresca, otros sobre un hilo de seda que unía dos puntos invisibles sobre un abismo. Y descalzo se hallaba sobre una silla de dos patas, áspera y fría como el acero. Frente a él, un mar embravecido hasta tocar lo violento. No sabía cómo había llegado hasta aquel lugar, pero era patente que allí estaba. Con la cuerda rodeando su cuello y atado de pies y manos.
Mientras agotaba los últimos vaivenes de su respiración, notó una presencia cercana. Una inquietante tranquilidad se abrió paso en aquel extraño instante entre la desesperación y la agonía.Venía unida a una extraña emoción...la misma que se siente cuando la felicidad ocupa hasta la última vena del cuerpo. Notó que sus pulmones demandaban más cantidad de oxígeno para que su corazón pudiera bombear la cantidad de sangre que aquel sentimiento le estaba provocando.
Sin abandonar su pose cabizbaja, levantó la vista para intentar vislumbrar qué era. Localizó rápidamente a una figura que emanaba todo aquello que en ese momento le daba la oportunidad de creer que estaba soñando. Al fin y al cabo... ¨
Jamás podría sentir lo que siento estando a punto de morir¨.
Aquella silueta iba ganando claridad a medida que avanzaba hacia él entre una tupida niebla. Llevaba un abrigo negro largo y una capucha que sombreaba su rostro por completo. Era una mujer. Ciertamente siniestra. Pero emanaba lo contrario.
Aquella figura llegó a su altura. Le cogió muy sutilmente de la barbilla, deslizando su suave mano debajo de ella. Parecía que su descuidada barba podría rasgar una piel tan perfecta.
Le hizo abandonar por completo su postura abatida, levantando su mirada un poco más arriba de la línea horizontal que el mar dibujaba frente a él. Al mismo tiempo, ella variaba también la postura de la cabeza, buscando con sus ojos los ojos que tenía delante.
El no podía ver quién era. Su rostro era totalmente sombrío, por culpa del capuchón.
La figura acercó sus labios, buscando encontrarse con los suyos. Se detuvo a pocos milímetros y le susurró con voz distorsionada y triste:
- ¨
Vengo a matarte. Soy tu verdugo¨
La esperanza murió poco antes de lo que iba a hacerlo él. Era inocente. Ya no había sueño. El corazón se desgajaba. El alma le estaba diciendo adiós. El dolor ya no era dolor.
Sólo pudo emitir una frase, aún consciente del brutal desconcierto en el que estaba sumergido:
- ¨
¿Quién eres?, ¿por qué me matas?¨
Ella dejó de sostener su barbilla, para, con ambas manos, deslizar su capuchón hacia atrás. Al mismo tiempo dejó caer el oscuro abrigo por sus hombros para dejarlo posar en el suelo.
Era lo más bello que él había visto nunca, emitía una luz capaz de iluminar al corazón más oscuro.
Pero no era la primera vez que lo veía.
Aquella figura era el alma a la que amó y amaba como nunca jamás amó a nadie.
La misma que le amó a él hasta el infinito.
La misma que acercó su pie a la silla de dos patas.
Un pequeño gesto y acabaría con su vida.
La bella mujer inundó su torso de aire:
- ¨
Te amé como a nadie y me hiciste esperar. Me hiciste sufrir. Me hiciste llorar. Me hiciste reir. Te dí mi mejor beso. Te regalé mi vida durante un tiempo y no supiste aceptarla. Me dejé la piel a tiras sobre los días del calendario por conseguirte. Ahora déjame decidir si debes pagar por ello o no¨
Y él, inerte sin morir, sólo pudo esperar. Y se dió cuenta de que no había soga, ni silla de dos patas, ni cuerdas en sus pies y manos.
Lo que estaba a punto de matarle no era otra cosa que el amor de ambos.
Dedicado a tí, bella mujer verdugo. Déjame entrar.