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jueves, 24 de febrero de 2011

Un abrazo.

Aquel pequeño patio cuadrado con suelo frío y cuatro pareces vacías se convirtió en el escenario perfecto. El cielo estaba teñido de marrón aquella noche por la voraz contaminación lumínica de Madrid arropando sus cabezas y los edificios colindantes ejercían de muralla a su alrededor.

Se fundieron en un abrazo y, sin mediar palabra, desapareció la percepción del lugar y los sonidos, quedando únicamente su olor y su calor como referencia sensorial. Sus manos recorrían su espalda, apretándola contra su pecho. Sus labios tenían sed de su cuello.
Muere el exterior, late el interior.
Quería atrapar su alma, que estaba expuesta a la desorientación. Quería que se parara el mundo en ese instante. Supo que la amaba y que ella tenía el peligroso poder de hacer trizas su corazón con sólo un suspiro, pero tuvo que asumir el riesgo. Quiso asumirlo.

No sabría decirte si fueron dos, diez o cuarenta minutos. No me pidas que te diga cuánto mide la felicidad.
Sí puedo decirte que ese día él tuvo el poder de paralizar el tiempo. Aquel día tuvo el poder de pintar las estrellas en el cielo más lúgubre y vacío.

Era el poder del abrazo que se regalan dos almas cuando se aman por encima de los límites permitidos.

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